Portugal, menos mal que nos quedas / David Moralejo *

Nunca me dejaban pasar el cruce. Mi pequeña BH, y mi pequeño mundo también, derrapaba a todo freno –jamás subestimes una BH– antes de que la estrecha carretera se enredase con otra de doble sentido, justo donde el cartel anunciaba la distancia a Portugal: 7 kilómetros. 

No me importaba. Sabía de sobra que el extranjero estaba aún más cerca; que, si pedaleaba con mi todoterreno por todos esos atajos reventones de jaras, encinas y chiviteros, llegaba al acantilado en un pispás. Y allí enfrente me esperaba Portugal, no digas separado, pegadito a España gracias a un Duero/Douro conciliador y salvaje.

Aunque la hazaña épica habría sido cruzar el río a nado, impensable e imposible plan, lo fácil era subir al coche, atravesar la frontera rumbo a Trás-Os-Montes y vivir sin cesar la emoción de retrasar una hora el reloj en apenas cinco minutos de trayecto. 

Ojo, en esa hora que le ganabas al cosmos te daba tiempo a hacer un montón de cosas: empacharte a pastéis de nata cuando los pastéis de nata aún carecían de libre circulación, decir obrigado a todo quisque para hacerte pasar (fatal) por portuguesinho, probar las pernas de rã en casa de aquellas aldeanas, pedir siempre posta de vitela con un montón de cogumelos y comprar sábanas muy blancas de infinitos hilos de algodón.

Pero eso fue hace mucho, mucho tiempo.

Siglo XXI. La primera vez que fuimos a Oporto nos entró tal ansia de realidad que ni soñamos. Tras una noche interminable, lo siguiente fue una ducha que nos supo a spa en la decadente, y no es eufemismo, Pensão dos Aliados, que desde fuera parecía un Ritz y sí, era nuestro Ritz.

Tras devorar una francesinha y bebernos un galão –ese café con leche de altura descomunal que solo en Portugal saben poner en vaso de abuela–, somnolientos y veloces, queramos pensar que a lo Bande à part, fuimos a la Fundación Serralves para hacernos selfies –ah no, que no había– saltando de warhol en warhol. Corría el año 2000, vaya si corría, y ahí están las hemerotecas para confirmarlo.

En aquel tiempo tocó vivir en Coimbra, donde lo primero que aprendí fue que espanto quiere decir sorpresa, esquisito es raro, cuando brincas es porque bromeas, si te echas salsa te estás hartando a perejil y con la vassoura así barría así así. También un refrán que, normal, les hace gracia infinita, “De Espanha nem bom vento nem bom casamento”, que deja muy claro lo poco que se fían de nosotros si soplan vientos del Este o se avecina boda ibérica.

De esos días recordaré siempre los valientes baños en Figueira da Foz al inicio de la primavera, los tazones de caldo verde, el echarle a todo piri-piri, las serenatas de fado junto a la Sé Velha, los road trips por la Serra da Estrela, los desayunos pantagruélicos con venga de torradas cuando las torradas no engordaban porque éramos jóvenes, el Viaje al principio del mundo de Oliveira, el duplicarnos con Saramago, el querer escribir como Lobo Antunes, las madrugadas bailando esta, los traspiés de regreso asidos a un cachorro-quente.

Entonces ir a Portugal no era cool. O peor, nos creíamos nosotros muy cool, tan listos éramos, y pretendimos que Portugal no tenía pósters para fardar de pared. Le faltaba un Truffaut, un Fellini, un Berlanga también. Una Bardot, una Vitti o venga, una Montiel. Un Gainsbourg, una Mina o vale, Marisol. Quizá fue porque mientras Francia surfeaba en el chulesco desdén de la nouvelle vague, Italia capeaba el asunto entre maggiorate y neorrealismo y España hacía lo que podía, Portugal luchaba por salvarse a sí mismo de la dictadura más larga del siglo XX en Europa, que no era floja tarea. 

Eso sí, siempre con Amália Rodrigues en el pick up, que Amália fue una artista descomunal y a ella sí que no la tuvimos nadie. Pero ni con su rainha presumen de más los portugueses, atlánticos ellos y de fanfarria contrita. Ay, la saudade. Tampoco les falta cierta flema británica que –uno supone– les vendrá del 13 de junio de 1373, día en que se firmó una alianza aún vigente y la más antigua del mundo, el Tratado Anglo-Portugués. Con todo, nuestros vecinos han logrado hoy que cambiemos el póster por el azulejo, hasta la flamenca por el gallo, y, mientras el resto del mundo se enamora, nosotros, con cierta envidia y relativo disimulo, suspiramos sin cesar: “Menos mal que nos queda Portugal”.

Menos mal.

En los años siguientes se sucedieron las visitas por cualquier motivo, con cualquier excusa. Así fue como nos bañamos en playas kilométricas, interminables, que empezaban en Comporta cuando en Comporta no empezaba nada, solo a picarte los mosquitos según salías de Alcácer do Sal. Y lo conté por aquí y la gente decía que para qué ir allí si allí no hay nada. Fue también como otra vez nos perdimos por la estepa alentejana buscando lo mismo, la nada, una sombra si acaso. 

Y navegamos en Alqueva, y pisamos alfombras en Arraiolos, y regateamos entre velharias de Estremoz, y bordeamos la Costa Vicentina como el joven extranjero en la canción de Family, empapados en poesía, hasta que las olas de Carrapateira nos empaparon de sal. Y ya en Algarve llegamos a Tavira pero enseguida dimos la vuelta, no fuera a aparecer España con su reloj adelantado a decir que vaya horas.

Y entre medias Lisboa, claro. Lisboa mil veces y siempre a destiempo para no toparnos con nadie más que con Lisboa, difícil asunto ahora que el orbe entero se ha encaprichado de ella. Noches de fado por los callejones de Mouraira, almoços rebosantes de sardinhas en tascas que luego resultaron ser hipsters, travesías hasta Cacilhas en pos de maratones de marisco, mañanas de Feira da Ladra y noches de robarle minutos al sol sentados junto a Pessoa para decirle que escribió la frase viajera más bella de la literatura: As viagens são os viajantes. O que vemos não é o que vemos, senão o que somos.

No se me olvida el viento molón de Guincho, ni las mil olas y siete faldas de Nazaré, el chocolate de Óbidos, las casitas de cuento de Piodão, los vinos de Colares, el estadio de Soto de Moura en Braga, el choco frito en las terrazas de Setúbal, las quintas imponentes de Peso da Régua. Y que nadie se acuerde de que existen las Azores, no vayamos a ir todos, ni las Ilhas Selvagens de Madeira, cuyas aguas son las más limpias y transparentes que viera Cousteau.

En fin, que en estos días inciertos, tão malucos, en los que los portugueses han vuelto a tendernos su mano, a agarrarnos fuerte, se te escapa un gracias enorme y una sonrisa al pensar en aquello de Carlos III: “Mientras Portugal no se incorpore a los dominios de España por los derechos de sucesión, conviene que la política la procure unir por los vínculos de la amistad y del parentesco”. 

Hecho. 

Portugal, ¿queres casar connosco?


(*) Periodista


Comentarios

Entradas populares de este blog

El imperio romano se expandió en la etapa más cálida del Mediterráneo en 2.000 años

El primer ministro de Portugal dimite por una investigación de corrupción en negocios de litio

El no derecho al aborto / Juan Carlos M. Torrijos *