Los inmigrantes viven en viviendas precarias en el Alentejo portugués


BEJA.- La puerta que da a la calle no deja ver lo que ocurre en el interior de una precaria vivienda del centro de Beja, donde, en una sola habitación, se apiñan en literas dos docenas de inmigrantes de origen asiático.


Allí se encontraban dos docenas de emigrantes, de India, Nepal y Bangladesh, todos hombres y en su mayoría desempleados, en la parte trasera de una casa palaciega, en el centro de Beja, capital del distrito donde se encuentra Odemira, sometida desde hoy a un cerco sanitario debido a la alta incidencia de casos de covid-19, especialmente entre los trabajadores del sector agrícola.

Las antiguas dependencias de la servidumbre de los vizcondes parecen ahora una obra en construcción, con alambres y cables que suben y bajan por las paredes, ventanas de cristal rotas, tanques abandonados, despojos varios de estos y otros tiempos.

Justo en la entrada, en el patio, el secado de la ropa confirma la presencia humana. Sumit (nombre ficticio), un indio de 30 años, acepta hablar.

"No soy feliz aquí, no hay reglas, trabajos, nada. Antes, viví en Polonia durante cuatro años. En los últimos seis meses que pasé aquí [en el Alentejo] no pude conseguir un trabajo. Estoy esperando el permiso de residencia, pero no tengo trabajo. La migración está muy ocupada, hay mucha gente. Pero creo que me quedaré unos cinco o seis años. Estoy buscando [trabajo]... Es difícil vivir en Portugal, pero tengo que quedarme si quiero la residencia", dice.

Preguntado por las condiciones en las que vive actualmente, suelta: "No creo que esto sea una casa... Es una pensión vieja, mala. Pago] 100 euros por una cama, y cohabitamos quizá entre 15 y 20 personas en una gran habitación. La situación es muy mala. Todo es viejo aquí, mira a tu alrededor. Este baño, esta cocina debe tener cien años, todo está mal aquí".

Aun así, no admite volver a la India; al contrario, quiere "traer a toda la familia a Portugal".

Sumit accede a guiarnos hacia la habitación donde, tras unos segundos de acostumbrarse a la oscuridad, es posible ver a un grupo de hombres en literas: algunos siguen durmiendo, otros cocinan en latas de pintura, otros charlan.

Son de dos por tres metros cuadrados, no más. Una persona pasa entre las dos filas de literas y es difícil no rozar a alguno de los ocupantes, y mucho menos pensar en la distancia para evitar el covid-19.

Allí, la pandemia es diferente y se llama desempleo. Esos hombres están postrados, esperando que ocurra algo, sin nada que hacer, en una región que tiene poco más que ofrecerles que el trabajo estacional, en los campos.

"Como no tienen los 100 euros, meten a más gente en la habitación para compartir el gasto", dice Manuel (nombre ficticio), un portugués contratado para hacer las obras en los baños. Dice que emplea a los que puede y les ayuda "con los papeles".

Llegado en septiembre de 2019, Kishore Kumar también es un emigrante, pero ya ha subido un peldaño en la escala social: tiene su propia empresa, a través de la cual contrata a personas para realizar trabajos agrícolas en granjas de la región. "Muchos como yo, de India, Nepal, Bangladesh", explica.

Resta importancia al "efecto pandemia": la situación no era mejor antes. "El precio de los agricultores es muy, muy bajo, no pueden vivir decentemente. Desde el alquiler hasta la comida, una pareja puede vivir en una pequeña ciudad con 1.700 dólares [1.400 euros]. Pero un agricultor no puede ganar 1.700 dólares [al mes]", subraya.

"Es un momento difícil para la gente que trabaja en la agricultura, no se les paga bien. En Portugal, los extranjeros de India, Pakistán, Nepal y Bangladesh están apoyando la agricultura, yendo de campo en campo, una hora allí, otra hora aquí, para trabajar ocho horas al día, en condiciones difíciles, y recibir salarios muy bajos", denuncia.

Es el caso de Jawsinder Kaur, de 28 años, y Charanjit Singh, de 25, padres primerizos de Naureen, un bebé prematuro nacido en Évora.

Pagan 500 euros de alquiler por un apartamento de dos habitaciones (sin gastos incluidos). Los tres duermen en la misma habitación; en la otra, enfrente, hay estudiantes.

A menudo, las familias comparten casa con otras personas, lo que crea "limitaciones" porque "pierden toda la intimidad familiar", explica Teresa Martins, de Cáritas de Beja, que dirige el centro local de apoyo a la integración de los inmigrantes.

La vivienda, dice la trabajadora social, "es una gran limitación para la integración de la comunidad en este territorio", donde "los alquileres son muy caros" y los inmigrantes "tienen dificultades para encontrar una vivienda que puedan pagar".

La pareja Jawsinder y Charanjit tendrá que dejar la casa en julio y no saben dónde vivirán después, con su hija de tres meses.

Se casó en la India y pasó su luna de miel en Holanda, donde tenía familia. Allí conocieron Portugal, un país "con mucha historia", al igual que la ciudad donde nacieron, Amritsar, centro de la religión sij, en el estado indio de Punjab.

Llegaron en 2019 y decidieron quedarse. Primero en Odemira, pero al no encontrar trabajo, se trasladaron a Beja, donde están desde abril del año pasado. Ambos están sin trabajo. Consigue un trabajo un mes, otro ya no, como trabajador agrícola de temporada.

"Llegamos a Beja en abril del año pasado. Fue una buena decisión, sin duda Beja es una buena ciudad, con muchos supermercados, centros comerciales, es muy cómoda, hay muchos transportes. El problema es que es muy difícil encontrar una casa y un trabajo. Portugal es un país muy bueno, sin duda, pero no hay muchos puestos de trabajo. Quiero quedarme aquí, pero estoy buscando trabajo y una casa", dice Jawsinder.

Con un máster en inglés, ha llegado a dar clases en el Punjab. En Portugal, trabajó en un restaurante, donde aprendió algunas palabras (tenedor, vasos) y a preguntar "¿todo bien?

En realidad, no, admite, pero sin perder nunca la sonrisa. Quiere instalarse en Portugal y alaba la facilidad para obtener permisos de residencia. "En otros países es muy difícil, hay que esperar muchos años", compara.

Considerada más abierta, la política migratoria de Portugal es la principal razón para atraer a los emigrantes del subcontinente indio, que, a su vez, han venido a cubrir las necesidades que quedan vacantes en el sector agrícola.

"Hace dos o tres años, debido a la legislación vigente, teníamos muchas dificultades para disponer de la mano de obra que necesitábamos", recuerda Luís Mesquita Dias, presidente de la Asociación de Horticultores, Fruticultores y Floricultores de las Comarcas de Odemira y Aljezur.

Ante esto, "el Gobierno hizo cambios en la legislación y facilitó el acceso", lo que fue "bueno" para la agricultura y para los trabajadores, subraya.

Sin embargo, "al facilitar el acceso, [el Gobierno] también permitió que viniera más gente y ejerciera presión sobre la región, en términos de estructuras sociales, servicios, pero también, o sobre todo, de vivienda".

La vivienda "es un problema en la región no sólo para los emigrantes, sino también para los propios lugareños", señala, y añade que el sector agrícola estuvo "dos o tres años hablando con las autoridades" para obtener "la autorización para que, a falta de viviendas en los pueblos", pudieran instalar a los trabajadores en las explotaciones, "con condiciones".

Hasta 2020 no se reguló la ley para que se pudieran crear estas viviendas en las explotaciones, pero "es tan burocrático que a las empresas les cuesta ponerlo en práctica", advierte.

Una de las empresas que tiene este valor es la compañía Summer Berry, que produce frambuesas, en São Teotónio, Odemira, donde el paisaje del Alentejo está ahora salpicado de invernaderos.

Las 300 camas de los 30 contenedores residenciales de Summer Berry, que da empleo a doscientos trabajadores durante todo el año, se han reducido a la mitad debido a las limitaciones sanitarias.

Cada trabajador por una cuota de 60 euros (que incluye energía, transporte, comida). La pandemia cerró el gimnasio, pero en el recinto hay un campo, que sirve tanto para el fútbol como para el cricket, el deporte rey de la India.

En el interior del contenedor, dos literas, en habitaciones independientes, un baño, taquillas altas, una ventana. Fuera, en una mesa de madera, Amrit, un indio de 22 años, charla con otros cinco inmigrantes. Todos llevan máscaras y se van a comer a la cantina, que ofrece platos portugueses, asiáticos y vegetarianos.

Sólo puede haber dos personas en cada mesa, según las instrucciones expuestas en la pared, en varios idiomas. Cinco relojes en la pared indican la hora en Lisboa, Nueva Delhi, Katmandú, Dhaka y Sofía.

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